El rey Gustavo III de Suecia estaba convencido de que los sarrios eran venenosos. Para demostrarlo, ordenó a un reo tomar un sarrio todos los días y a otro tomar té. El experimento, que fue seguido por una comisión médica, fue un fracaso: los primeros en morir fueron los médicos, después el rey, muchos años más tarde el condenado a beber té y por último el bebedor de sarrios.